23 mayo 2008

El enigmático Alfonso White (episodio 3)


Sir Jonathan se sentó de nuevo en su silla y se dispuso a responder a la pregunta. Levantó las cejas, se estiró el bigote con ambas manos, pero no dijo nada. "Venga papá, tú le conociste". Jonathan Dyck miró entonces a su hijo con los ojos entornados, y comenzó: "Haría falta vivir cien veces para conocer a Alfonso White... Lo único que puedo deciros es que hubo un tiempo en que él y yo éramos muy buenos amigos, y que después, inexplicablemente, el comportamiento de ese hombre dio un giro de ciento ochenta grados. Empezó cuestionando los métodos de los profesores, nos insultaba y se reía de nosotros porque decía que estábamos "ciegos", maldecía los artículos de los periódicos... En fin, nada en la vida le parecía correcto, cualquier cosa era para él detestable, y un día dejó de venir sin más al club porque para él éramos "cerdos con traje". Después de eso renegó de su cátedra en el King´s College, y su prestigio en la universidad cayó en picado. Finalmente, un día aprovechó los antiguos contactos de su tío en la Compañía y se escapó a la India, abandonando a su mujer y a sus tres hijos... No, no conozco la razón de tal cambio, pero sospecho que la respuesta no la encontraríamos dentro de los límites de la normalidad". Se hizo entonces el silencio, y tan sólo el ruido de la calada de Burt rompió la calma. Sir Jonathan miró a su hijo, y después a Carl Burt, y confesó sinceramente no saber nada más. "Yo también tuve la oportunidad de captar toda esa rabia en White –dijo Burt entre una nube de humo-, cuando le conocí personalmente en el poblado Acholi. Una noche de verano, cuando asistí con motivo de mi investigación a una fiesta de baile bwola, vi a Alfonso White sentado en el suelo como todos los demás. Entre él y yo se erigía la vibrante hoguera que lanzaba a las muchachas del pueblo hacia el interior del círculo para bailar violentamente. A través de las llamas, rodeados de los negros, White y yo nos observábamos detenidamente, pero ninguno de los dos movió un músculo. El ruido palpitante de los tambores nos invitaba a saltar, y las mujeres semidesnudas corriendo por delante de nuestras caras nos tentaban a desviar la vista, pero no nos movimos. Me sorprendió ver a White sentado junto al jefe de la tribu, ocupando un sitio privilegiado al que tan sólo un príncipe podría aspirar. El jefe acholi se había vestido con el chaleco y el sombrero de White, y fumaba tranquilamente una pipa larga de opio, con la que poco a poco se iba adormilando. Me pareció curioso el hecho de que yo, habiendo pasado casi un mes conviviendo con ese pueblo, todavía no hubiese podido dirigirme al jefe sin intermediarios, y en cambio aquel hombre consiguiera intimar con él la primera noche. Saqué después mi libreta, y comencé a realizar apuntes y dibujos, como hacía todos los días. Al acabar, levanté la vista de nuevo y vi que White ya no estaba, y que el jefe yacía en el suelo, inmerso en un profundo sueño, ajeno a cualquier baile, movimiento o rito. Al momento, una de las bailarinas se acercó a mí y me tendió la mano para que me levantara. Después se alejó de la fiesta, hacia la oscuridad de la sabana, y yo la seguí instintivamente. Cuando llegamos a una choza apartada y oculta totalmente por las sombras, la muchacha apartó con la mano la piel de leopardo que servía de entrada y vi en el interior a Alfonso White recostado y fumando su pipa de opio, levemente alumbrado por una linterna que pendía de un trípode metálico. Pasé y me senté sobre unas pieles colocadas en el suelo; después realizamos las presentaciones y le expliqué rápidamente cuál era mi labor en ese sitio. Con solamente mirarme, supe que todo lo que le expliqué no era para él mas que una idiotez, y me sentí la persona más pequeña del mundo. No obstante, se mostró interesado por mis tesis, y me dijo sin creerlo realmente que eran muy interesantes. Yo le pregunté entonces el motivo de su estancia en el poblado y me respondió algo del estilo "aquí empezó todo" o "estos son los orígenes"... no lo recuerdo bien. Después, sin yo esperarlo, me preguntó si sabía lo que ocurrió realmente en el motín del 58, y aprovechó ese momento para relatarme su experiencia en la India, describiéndome las cosas que allí había visto, y acabando con un "pero eso no interesa". Parece que de todo lo que me dijo, le impactó especialmente lo sucedido en un torneo de tenis organizado en Delhi, al que él asistió como invitado". Jonathan Dick se pasó de nuevo la mano por el bigote. "¿Tenis?". Burt aprovechó para fumar y se ocultó tras el humo. "Por lo visto le invitaron a una fiesta de tenis, y allí ocurrió algo que le marcó bastante. Después de los partidos, cuando todo el mundo descansaba en los jardines, uno de los hombres se pasó con la ginebra cuando el resto tomaba el té. Borracho, empezó a reírse de uno de los camareros indios por su aspecto físico. El camarero intentó no hacer caso de las mofas, pero cuando estaba posando en su bandeja las tazas vacías de una mesa, recibió por la espalda el duro golpe de un raquetazo. Inmediatamente cayó en el suelo dolorido, pero el borracho continuó golpeándole en la cabeza con la madera de la raqueta una y otra vez hasta que el indio dejó de defenderse. Todos los presentes tomaron el asunto como un hecho aislado, y nadie le dio demasiada importancia, pero White no pudo comprender cómo después de eso, el borracho se volvió a sentar con su botella y mostró al resto su sonrisa de satisfacción. Cuando me contó esto, White le dio una larga calada a su pipa de opio, y me explicó que al día siguiente de aquel incidente cogió el primer vapor a Shangai con el fin de escapar de sus compatriotas. Más tarde me confesó que en China rara vez salía de los fumaderos. "Dentro de diez años, África habrá muerto" me dijo entonces, y se tumbó completamente sobre las pieles del suelo, afectado por la droga. Alargó la mano hacia atrás y cogió una terrorífica máscara de madera, que inmediatamente se colocó en la cara. Antes de quedarse totalmente dormido, me miró con la máscara puesta y susurró algo parecido a "Tenemos el poder y lo destruimos... Somos los dioses de la ruina..." Después salí de la choza y, guiándome por las luces de la hoguera, contemplé el final del espectáculo. Fue la última vez que vi a White". Por la ventana del despacho de Sir Jonathan Dyck se veían los golpes de luz que causaban las farolas de la calle al encenderse. Cada dos segundos se encendía una nueva, y este era un momento que a Sir Jonathan le gustaba observar. Se levantó, y desde la ventana dijo: "Hace mucho tiempo que Alfonso White ya no es de este mundo". Los destellos llegaron hasta el final de la calle Stamford, y entonces Jonathan supo que era la hora de la cena. "¿Nos acompañará esta noche para la cena señor Burt?" Carl Burt se metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó un reloj plateado. Miró un momento la hora. "No".

20 mayo 2008

Encuentro en el lago Rudolf (episodio 2)



"Durante las dos primeras semanas en África me dediqué a seguir al león por sus rugidos de hambre. Todos los días me despertaba al alba y emprendía la caminata junto a mis dos negros, pero no dábamos con él. No fue hasta el duodécimo día cuando empezamos a escuchar los rugidos algo más cerca; y hacia el mediodía, cruzando unos campos de sorgo situados en los alrededores de un pequeño poblado, nos sentimos atraídos por los gritos de una multitud. En el centro de todo el alborotado gentío que se había formado, yacía entre las plantas la mitad del cuerpo de un niño. Era una escena horrible, el contraste de la sangría con el monótono paisaje amarillento... Por lo visto la bestia embistió al pequeño cuando este estaba espantando con piedras a los pájaros que merodeaban sus cultivos. Tras el ataque, un amigo que estaba cerca comenzó a chillar, y alertó a todo el pueblo, que consiguió ahuyentar al león cuando ya era demasiado tarde. De un solo mordisco casi no quedó nada de la criatura, pero eso no era alimento suficiente para el monstruo que seguíamos". Carl Burt continuaba soltando humo por su invisible boca, y Jonathan Dyck observaba inquieto por la ventana esperando que el relato de su hijo le hiciera entender cómo Alfonso White le había quitado lo que era suyo. "A los dos días de eso, al atardecer, el rastro nos llevó hasta el lago Rudolf, donde unos cuantos antílopes aprovechaban para beber agua. Yo estaba seguro de que el león más grande del mundo rondaba por la zona, así que busqué atentamente unas rocas situadas estratégicamente para ocultarme y tener buen ángulo de tiro. Un par de horas después, cuando el horizonte ya sólo nos dejaba medio sol, apareció violentamente una leona enorme, causando la locura entre los tranquilos antílopes. El animal se zambulló en el agua en plena carrera y mordió el cuello de la primera cría que se interpuso en su trayectoria. Arrastró entonces al antílope hasta la orilla y con una de sus patas delanteras presionó su cuello contra la tierra. Corriendo aparecieron entonces sus tres cachorros, que se lanzaron directamente al vientre del animalito, y no tardaron en estirar con sus pequeños dientes los sangrientos trozos de carne. El pequeño antílope intentaba llamar desesperadamente a sus familiares, pero estos no podían hacer otra cosa más que mirar lamentablemente desde la otra orilla del lago. Los leoncitos seguían alimentándose cuando sobre ellos cayó su padre, la bestia que andábamos buscando, que apartó bruscamente a los cachorros con su zarpa". En ese momento, Sir Jonathan Dyck intervino, todavía de espaldas a su hijo, "el macho come el primero". Carl Burt continuó con su silencio, y David emprendió de nuevo el relato: "Por lo menos medía cuatro metros de largo, y calculé que pesaría unos trescientos cincuenta kilos. Era la cosa más colosal del planeta, y ahora metía toda su cabeza en el pequeño cuerpo del antílope, que todavía con vida, restregaba los cuernos convulsivamente por el suelo. Entonces sujeté mi rifle con firmeza y apunté al león, pero cuando tenía el dedo en el gatillo, la sombra de un hombre se acercó suavemente a la bestia y le hundió un cuchillo enorme en la garganta. Era Alfonso White, aunque yo en ese momento no veía otra cosa más que una siniestra sombra. El león, por el hambre creo yo, no había oído a White acercarse, y tras la cuchillada soltó un rugido que fue oído probablemente por todos los animales de la tierra. Después de eso, se desplomó sin más. Vi desde mi roca entonces cómo White se subía encima del animal desangrado y agarraba con la mano izquierda su rojiza cabellera para levantar su enorme cabeza. Con la mano derecha, que sujetaba el cuchillo, empezó a serrar el cuello del león, y la sangre que salpicaba a borbotones le manchó sin importarle su precioso traje color marfil. Cuando hubo terminado, bajó del lomo del animal y levantó la cabeza con la mano, de forma que su mirada coincidiese con la del félido, y luego le dijó aún algo, pero yo no pude oírlo". "Pero bueno hijo –interrumpió Jonathan-, ¿Cómo no aprovechaste en ese momento para matarle de un tiro?" David permaneció unos segundos sin respuesta, pero finalmente se dirigió a su padre con sinceridad: "Bueno papá, yo no soy un asesino". Carl Burt siguió contaminando la habitación, y cruzó ahora la otra pierna. Jonathan preguntó de nuevo: "¿Y después que pasó?", "Pues nada, simplemente cogió su cabeza y se fue. Yo quedé tan impactado con lo sucedido, que inicié inmediatamente el regreso. En el puerto de Lagos conocí a Carl, que casualmente había estado realizando unos estudios de antropología en un poblado por el que White anduvo durante algunos días, así que vinimos juntos". Jonathan Dyck se dio entonces la vuelta y apoyó las manos sobre su mesa, fijando la mirada en su hijo. "David, aunque sabes que tiempo atrás Alfonso y yo fuimos muy buenos amigos, eso se acabó..." La cabeza de Carl Burt se enderezó entonces, mostrando a la luz sus pequeños y penetrantes ojos, y se dirigió con grave voz a Sir Jonathan: "¿Qué le pasó a Alfonso White?"

19 mayo 2008

Regreso de África (episodio 1)



Sir Jonathan Dyck observaba atentamente su nuevo envío de grabados sobre personajes pintorescos de las diferentes tribus africanas, cuando sonó la puerta del despacho, y acto seguido la criada Rose entró en la habitación. "Su hijo acaba de llegar Mr. Dyck". Y tras quitarse las pequeñas gafas redondeadas de los ojos, Sir Jonathan pidió hacer pasar al muchacho. Al momento apareció David con otro caballero desconocido, y por la mirada de su hijo, Jonathan supo que todavía no tenía su trofeo. "¡Hijo mío!, ¿qué tal por África?". David no respondió a la pregunta de su padre, pero le abrazó intentando eludir el asunto, aunque supiese que eso era imposible. "Papá, te presento a un compañero de viaje, Carl Burt". El señor Burt, sin decir nada, alargó la mano para saludar al padre de David, pero ocultó su rostro bajo el bombín, manteniendo cierto anonimato. Jonathan volvió a sentarse en su gran silla tras la mesa, y mandó también a los dos jóvenes que se pusieran cómodos. Conforme David tomaba asiento en la silla de enfrente de la de su padre, dijo: "No te he conseguido el león papá". Carl Burt encendió entonces su pipa desde el gran sillón de uno de los extremos de la sala, y la fugaz llama iluminó súbitamente el oscuro rincón en el que se encontraba. "¿No pudiste dar con él? Ya te describí la zona en la que debía encontrarse". Burt negó entonces con la cabeza, pero mantuvo su rostro dirigido al pecho bajo el bombín, al tiempo que expulsaba el denso humo de su primera calada. "No es eso padre. Sí que di con él, pero en el momento en que lo tenía alguien me lo arrebató". Jonathan miró fijamente a su hijo, sin decir nada, únicamente esperando recibir el nombre y los apellidos de quien había robado su pieza. David le devolvió la mirada, y durante unos segundos se hizo el silencio, mientras el humo del tabaco de Burt irrumpía en todo el espacio de la sala. "Alfonso White me lo quitó". Los puños de Jonathan golpearon con dureza la gran mesa de madera, volcando el tintero y derramando todo el líquido oscuro sobre los grabados de los salvajes. Con la boca apretada, sin abrirla, pero enseñando todos los dientes a la manera de una bestia de la jungla, emitió un silbido ensordecedor que resonó en toda la estancia: "Wwwwhite". El humo, que ya había alcanzado el techo, empezó a cubrir las cabezas de los animales que colgaban de las paredes, convirtiéndose el despacho de Sir Jonathan Dyck en un lugar fantasmal. "Quiero que me lo cuentes todo. Desde el principio. Con todo lujo de detalles", dijo al tiempo que se levantaba de la silla y se daba la vuelta para mirar a través del vidrio de su ventana la terrorífica niebla de la calle Stamford. Carl Burt cruzó entonces las piernas para ponerse cómodo y dio otra calada a su pipa. El humo había invadido ya toda la habitación.

"Las ratas" de Miguel Delibes


"A la noche, tan pronto sintió dormir al tío Ratero, se levantó y tomó la trocha del monte. La Fa brincaba a su lado y, bajo el desmayado gajo de la luna, la escarcha espejeaba en los linderones. La madriguera se abría en la cara norte de la vaguada y el niño se apostó tras una encina, la perra dócilmente enroscada bajo sus piernas. La escarcha le mordía, con minúsculas dentelladas, las yemas de los dedos y las orejas, y los engañapastores aleteaban blandamente por encima de él, muy cerca de su cabeza.

Al poco rato sintió grañir; era un quejido agudo como el de un conejo, pero más prolongado y lastimero. El Nini tragó media lengua y remedó el chillido repetidamente, con gran propiedad. Así se comunicaron hasta tres veces. Al cabo, a la indecisa luz de la luna, se recortó en la boca de la madriguera el rechoncho contorno de un zorrito de dos semanas, andando patosamente como si el airoso plumero del rabo entorpeciese sus movimientos.

En pocos días el zorrito se hizo a vivir con ellos. Las primeras noches lloraba y la Fa le gruñía con una mezcla de rivalidad atávica y celos domésticos, pero terminaron por hacerse buenos amigos. Dormían juntos en el regazo del niño, sobre las pajas, y a la mañana se peleaban amistosamente en la pequeña meseta de tomillos que daba acceso a la cueva. Pronto se corrió la noticia por el pueblo y la gente subía a ver el zorrito, mas, ante los extraños, el animal recobraba su instinto selvático y se recluía en el rincón más oscuro del antro, y miraba de través y mostraba los colmillos.

Decía Matías Celemín, el Furtivo:

-¡Qué negocio, Nini, bergante! A este me lo zampo yo.

A las dos semanas el zorrito ya comía en la mano del niño, y cuando este regresaba de cazar ratas el animal le recibía lamiéndole las sucias piernas y agitando efusivamente el rabo. Por la noche, mientras el tío Ratero guisaba una patata con una raspa de bacalao, el niño, el perro y el zorro jugaban a la luz del carburo, hechos un ovillo, y el Nini, en esos casos, reía sin rebozo. Por las mañanas, a pesar de que el zorrito se hizo a comer de todo, el Nini le traía una picaza para agasajarle y al verle desplumar el ave con su afilado y húmedo hocico, el niño sonreía complacidamente.

La Simeona le decía a doña Resu, el Undécimo Mandamiento, a la puerta de la iglesia, comentando el suceso de la cueva:

-Es la primera vez que veo a un raposo hacerse a vivir con los hombres.

Pero doña Resu se encrespaba:

-Querrás decir que es la primera vez que ves a un hombre y un niño hacerse a vivir como raposos.

El Nini temía que, al crecer, el zorrito sintiera la llamada del campo y le abandonase, aunque de momento el animal apenas se separaba de la cueva, y el niño, cada vez que salía, le hacía una serie de recomendaciones y el zorrito le miraba inteligentemente con sus rasgadas pupilas, como si le comprendiese.

Una mañana, el chiquillo oyó una detonación mientras cazaba en el cauce. Enloquecido, echó a correr hacia la cueva y antes de llegar divisó al Furtivo que descendía a largas zancadas por la cárcava con una mano oculta en la espalda y riendo a carcajadas:

-Ja, ja, ja, Nini, bergante, ¿a que no sabes que te traigo hoy? ¿A que no?

El niño miraba espantado la mano que poco a poco se iba descubriendo y, finalmente, Matías Celemín le mostró el cadáver del zorrito todavía caliente. El Nini no pestañeó, pero cuando el Furtivo se lanzó a correr cárcava abajo, se agachó en los cascajos y comenzó a cantearle furiosamente. El Furtivo brincaba, haciendo eses, como un animal herido, sin cesar de reír agitando en el aire, como un trofeo, el cadáver del zorrito. Y cuando se refugió, al fin, tras el Pajero del pueblo, aún se lo mostró una vez más, lamentablemente desmayado, sobre los tubos de la escopeta."


Las ratas M. Delibes

18 mayo 2008

El cielo de Egipto




La estela que el barco provocaba en el agua al navegar hizo que perdiese la noción del tiempo. No sé realmente si pasó un minuto o una hora, pero si que es cierto que el fuerte griterío que se produjo de repente me hizo salir de aquel hipnotismo. Giré la cabeza y pude observar a algunos de mis compañeros de viaje levantar las manos, saltar y lanzar saludos hacia la orilla. Y entre las palmeras, dos hombres y un niño andaban junto a su burro, que cargaba todos los instrumentos necesarios para el trabajo del campo. El pequeño nos sonreía y también gritaba cosas, los hombres en cambio... no podría decir con seguridad lo que sus rostros expresaban. Levanté entonces la mirada, y comprobé que todas las nubes habían desaparecido, para dejar que el sol nos atacara con toda su furia. Mi piel ya no aguantaría mucho más, con lo que retrocedí a mi toalla y me embadurné de crema. Al volver, los campesinos habían desaparecido. El cielo de Egipto no era desde luego como el de España, nunca alcanzaba el tono azulado al que estamos acostumbrados. Más bien su tonalidad era entre amarillenta y grisácea, de forma que en la lejanía no podía distinguirse bien donde acababa la tierra y empezaba el cielo. Decididamente mi cuerpo no estaba hecho para soportar ese ardor, mi piel no era como la de esa gente. Más campesinos, vi que por la orilla caminaban otros tres hombres con su burro, pero en esta ocasión no hubo saludos. Me volví, y me acerqué a la piscina con el resto del grupo.