06 agosto 2008

Viaje a Madrid. Primer día.


A las 7:54 de la mañana el tren salía puntual de la estación Delicias de Zaragoza con destino a Madrid. Conforme iba aumentando la velocidad, una voz de mujer comenzó a comunicar a todos los pasajeros el destino, las paradas y la hora exacta de la llegada a la estación de Atocha: las 9:23; después, la agradable voz concluyó diciendo: “Les deseamos un feliz viaje”. En ese momento, mirando por la ventana, pude observar como los objetos y las formas más inmediatas a las vías empezaban poco a poco a distorsionarse y a fundir sus colores por la velocidad. Un panel luminoso situado en la entrada del vagón informaba de que el tren ya había alcanzado los 302 kilómetros por hora, y de que la temperatura en ese momento en el interior era de 20 grados centígrados. No lo pude evitar, comencé a pensar sobre la naturaleza del viaje, sobre su concepto y sobre su evolución en el tiempo. ¿El transcurso de los viajes siempre había sido “feliz” siglos atrás? ¿Cómo eran las condiciones del viaje? ¿Es que acaso la velocidad, y por tanto el tiempo, no eran cosas que en el pasado escaparan al control de los viajeros? Irremediablemente, los viajeros contemporáneos hemos perdido el contacto con cantidad de elementos que antaño eran fundamentales durante el transcurso de una travesía. Actualmente es complicado que nos familiaricemos con el espacio que atravesamos cuando nos dirigimos a otro sitio, sencillamente porque nos saltamos ese paso. El espacio y el tiempo eran dos dimensiones incontrolables siglos atrás, con lo que los viajeros no podían planificar ni esperar nada en sus viajes, y además se exponían a multitud de peligros (hasta el punto de que durante los siglos XVI y XVII fuese muy frecuente redactar el testamento antes de partir). El viaje era difícil y peligroso, era largo con frecuencia, e incómodo siempre. Hoy ya no existe nada de eso, porque viajar de Zaragoza a Madrid no contiene ninguna dificultad, ni esconde peligro alguno, dura muy poco tiempo y es muy cómodo. ¿Podríamos establecer por tanto algún parentesco entre los viajes que realizamos todos en la actualidad y los que se hacían, por ejemplo, hace cuatrocientos años? Yo creo que es casi imposible. Como concepto, lo más parecido al sistema de viajes que hoy se frecuenta podría encontrarse tal vez en el siglo XVIII, cuando los jóvenes europeos pertenecientes a la nobleza atravesaban los principales caminos de todo el continente al término de sus estudios, con el fin de “entender” y de entrar en contacto con el mundo. Aún con eso, no podríamos decir que ese tipo de viajes, en los que se esperaba conocer y descubrir (como en los nuestros), tuviesen mucha relación con los actuales, porque en la Ilustración los hombres todavía tenían por fuerza que atravesar físicamente los espacios. En esencia, lo que separa ese estilo de viaje anterior y el nuestro, es que antes se realizaba dentro de los límites marcados por la naturaleza, mientras que en el presente esa idea fundamental ya no tiene ninguna importancia, ya que un viajero es muy capaz hoy de atravesar esa naturaleza incluso dormido.

A las 9:23 llegué tal y como estaba previsto a la estación de Atocha, y bajo su gran bóveda acristalada me dejé cubrir por el agradable vapor de agua que salía despedido de entre las enormes plantas que me rodeaban. Otros jóvenes viajeros, estos ya de vuelta, dormían tumbados en los bancos de la gran sala, totalmente agotados tras lo que seguramente había sido una agotadora aventura. Me acerqué a la oficina de turismo de la estación, y pedí un mapa de la ciudad (elemento fundamental del viaje), que enseguida me dieron. Salí por la puerta que daba a la plaza Emperador Carlos V y crucé hasta el Paseo del Prado, donde se encontraba mi hotel. Ese lugar en el que pasaría las dos noches siguientes era el Hotel Mora, de dos estrellas, muy cómodo y limpio. Hacía unas semanas que me había alojado en ese mismo sitio con mis padres al volver de Salamanca, y habíamos estado muy bien (además, para mí tenía el aliciente de que estaba prácticamente enfrente del Museo del Prado), así que no me lo pensé demasiado a la hora de planificar el viaje y decidirme. Al entrar en el hotel, tres chicas estaban subidas a unas escaleras limpiando los cristales de la puerta y algunos espejos del vestíbulo, así que tuve que esquivarlas para acercarme al mostrador. Una vez allí, verifiqué los datos de la reserva con el recepcionista, el mismo chico de la otra vez, muy serio y algo antipático. Le di mi DNI para que comprobara lo acordado por teléfono, y entonces nos interrumpió súbitamente una mujer que parecía enfadada; por el acento supuse que era francesa, aunque hablaba en inglés para entenderse con el recepcionista. Este no aceptó ninguno de los comentarios de la señora, y enseguida le echó alguna mirada de desprecio, que causó la indignación de la extranjera. La pelea, provocada al parecer por el extravío de una factura y su correspondiente confusión, combinado con el desafortunado carácter de los dos implicados, hizo que se llegara a momentos algo delicados. Las chicas de la limpieza ya habían dejado de trabajar, y todavía subidas en sus escaleras, veían intrigadas el espectáculo. Cuando el agresivo recepcionista empezó a insultar a la mujer (en español), esta decidió marcharse aceleradamente, y antes de salir por la puerta aun tuvo tiempo de escuchar las cosas horribles que el otro le gritaba: “¡Vete puta de mierda!”. Cuando la señora desapareció, el recepcionista apuntó con la mano que sostenía mi DNI hacia la puerta, y amenazó con matarla. Una de las chicas de la limpieza sonrió al ver mi expresión de pura alucinación, y yo me esforcé por resultar amable en todo momento, por si acaso. Pronto me dio la tarjeta llave, “La 302, ¿vale?” “Muy bien”, y me dirigí al ascensor para subir a mi habitación. Esta era tal y como yo la recordaba de la anterior vez que estuve allí: pequeña, pero no demasiado, con baño completo, una mesa y una silla, y silenciosa, pese a estar en pleno Paseo del Prado. Aproveché rápidamente para asearme y señalar en mi mapa con un lápiz la ruta que llevaría esa mañana, y después salí ya decidido a patearme Madrid.

Para empezar, recorrí el Paseo del Prado hasta la famosa plaza de Cibeles, y pude observar que efectivamente estaba en el centro de la ciudad, ya que la excesiva concentración de coches y personas que había en ese tramo era verdaderamente increíble. Aun así, este es un paseo obligado para todo visitante, pues la gran cantidad de árboles y la majestuosa arquitectura de la zona (además de los museos, por supuesto), hacen que merezca la pena. Desde Cibeles, torcí a la izquierda por la enorme calle de Alcalá, y pasé por delante de varios edificios emblemáticos (Círculo de Bellas Artes, Ministerio de Educación y Ciencia, Convento de la Concepción, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Ministerio de Economía y Hacienda, y el Instituto Cervantes), hasta desembocar en la mismísima Puerta del Sol. Bajo el reloj, un enorme cartel mostraba una imagen de Miguel Ángel Blanco anunciando una exposición, y enfrente, tras la correspondiente barrera de coches, varios grupos de turistas se agolpaban bajo la bella estatua de Carlos III, que en esta ocasión estaba coronado por una paloma. Desde ese punto continué por la calle Arenal, la cual tenía dos importantes alicientes para mí: primero, era peatonal, con lo que pude olvidarme de los coches por un rato (poco); y segundo, estaba totalmente cubierta por un inmenso toldo azul y blanco, así que pude refugiarme del fuerte sol de ese día. Con la mirada fija en el Teatro Real, que se erigía al final de la calle, también pasé por sitios interesantes, como la iglesia de San Ginés, una de las más antiguas de la ciudad aunque reconstruida en el siglo XIX tras un incendio, y famosa por ser refugio de pícaros, rufianes, capeadores y demás delincuentes, que en el siglo XVII se acogían a sagrado en el lugar, atrayendo al mismo tiempo a las prostitutas, que encontraban allí buen negocio. A los pies de esta iglesia, me detuve un rato a mirar los libros usados que se venden en largas hileras, y que atraen por cierto a mucha gente, pero finalmente no compré nada. Tras el Teatro Real, quedé sorprendido por la inmensa proporción de la plaza de Oriente, la más grande de Madrid, y seguramente la que más árboles, jardincillos y plantas contiene, hasta el punto de que probablemente hubiese allí más jardineros que turistas. Con el sonido incesante de los motores de las podadoras, y con el intenso olor del césped recién cortado, permanecí un rato admirando la escultura de Felipe IV creada por Pietro Tacca, y después bordeé la fachada del Palacio Real que daba a la plaza hasta llegar a la calle Mayor. Dejando atrás la plaza más verde del mundo, la estatua regalada por Cosme de Médicis, y a las decenas de jardineros y turistas, llegué a la Plaza Mayor, donde decidí sentarme a tomar una cerveza. Sin haberme fijado demasiado en el sitio en el que iba a sentarme, me encaminé hacia un conjunto de mesas de color rojo, pero justo en el momento en el que iba a decidirme, un camarero llegó corriendo y se dirigió hacia mí sonriente, “¿A la sombrita verdad?”. Yo asentí con la cabeza, y el camarero me llevó a una mesa con mantel azul, al tiempo que el encargado de las mesas de mantel rojo mostraba su expresión de lástima tras haber perdido otro cliente. Después pude observar que el camarero de las mesas azules conseguía atraer a todo el mundo, mientras que el de las mesas rojas todavía no tenía a nadie. Pensé que el camarero de las mesas rojas odiaría al de las mesas azules, aunque en realidad la culpa fuera suya, por incompetente. Pagué los 4 euros de la cerveza, y me acerqué al centro de la Plaza para continuar con mi visita a las estatuas de los reyes españoles de la Edad Moderna; en esta ocasión tocaba la de Felipe III, de Juan de Bolonia y Pietro Tacca, y tan espectacular como las otras. Antes de salir de allí, dediqué unos minutos a recorrer los soportales de la Plaza, para observar los negocios tradicionales que allí había instalados (como una tienda de sombreros y capas), a los músicos, dibujantes de caricaturas, vendedores ambulantes... pero sobre todo a los turistas, que creen que pueden ver todo sin ser vistos. De allí, conecté con la calle Huertas, muy poco transitada a pesar de estar en pleno centro, y adornada con algunas frases escritas en el suelo con letras de oro, pertenecientes a la principales obras de la literatura española. Y así me entretuve hasta llegar de nuevo al Paseo del Prado, cuando ya se había hecho la hora de comer; de todas formas, no me lo pensé demasiado debido a mi cansancio, con lo que entré en el primer Burger King que me encontré (por muy poco que me gusten a mí estos sitios).



Tras la fugaz ingesta, fui al hotel para descansar un rato antes de proseguir con mi visita, y allí permanecí tumbado en la cama durante una hora, hasta que dieron las 3 y media de la tarde. Al salir de nuevo a la calle, me dirigí hacia el museo Thyssen-Bornemisza, el plato fuerte del día, que se encuentra en el mismo Paseo del Prado, frente a la fuente de Neptuno (plaza Cánovas del Castillo). Debo decir que este museo fue probablemente el sitio en el que más disfruté durante mi estancia en Madrid, pues tanto la colección que contiene, que es tremendamente interesante, como el propio edificio del museo, que está perfectamente acondicionado para la exposición de obras de arte, me dejaron sinceramente enamorado. Al entrar, lo primero que me llamó la atención fue un gran cuadro sin identificar que se exponía en el vestíbulo, frente a las taquillas (por lo que puede verse sin pagar la entrada). Representaba un cortejo de carrozas desfilando por la Carrera de San Jerónimo, en dirección del Buen Retiro, al tiempo que se mostraba a mucha gente de todo tipo que, o bien quería presenciar el acto, o bien simplemente pasaba por allí. La vista, tomada desde lo alto, mostraba justamente la esquina que corta la Carrera de San Jerónimo con el Paseo del Prado, con lo que pude ver el propio edificio que hoy corresponde al museo Thyssen, que a finales del siglo XVII (época en que aparentemente se realizó la pintura), pertenecería seguramente a algún noble local. Lo que a mí más me interesó de este cuadro fue la naturalidad con la que se representaba a todas las personas realizando sus actividades cotidianas, y reaccionando de diversas maneras al paso del desfile. Así, algunos de los lanceros que debían custodiar la seguridad de los pasajeros de las carrozas, se dedicaban más a cortejar a las señoritas que andaban solas por el paseo que a otra cosa (puede observarse en la pintura cómo uno de estos soldados se quita el sombrero y hace una reverencia a una joven, la cual se siente ruborizada y se lleva el abanico a la boca); en otro punto, dos niños pícaros, andrajosos, se acercan a la más suntuosa de las carrozas para intentar conseguir algo de dinero o de comida; la comitiva también está formada por algunos frailes, vestidos de un blanco inmaculado (muy en contraste con la suciedad general que parece apreciarse), que besan las manos de todo aquel que se acerca para obtener la bendición; y las zonas oscuras que dejan las sombras proyectadas por las fachadas de las casas o los enormes árboles del Paseo del Prado, se llenan de personajes provistos de sombrero de ala ancha, capa y espada, que nada bueno traman. En general, y sobre todo, lo que se aprecia es una gran actividad, llena de niños jugando y peleándose, vendedores ambulantes que aprovechan la ocasión, jugadores callejeros que recogen sus bártulos ante el paso de las autoridades, gran cantidad de perros vagabundos que corretean y ladran a los caballos del cortejo, los cuales se alteran y se ponen a dos patas, curiosos que salen a los balcones de las casas para contemplar la exhibición y para exhibirse ellos mismos también... Todo ello sobre la enorme superficie del suelo de tierra y polvo y bajo la inmensidad del cielo madrileño. Y tras esta fantástica visita al pasado, comencé, ahora sí, a recorrer las salas del museo; lo primero que vi fue la exposición temporal de Miró: Tierra, que permanecerá hasta el 14 de septiembre, y que considero fundamental para cualquier amante del arte. La exposición, ubicada en una de las partes recientemente reformadas del museo por Rafael Moneo, plantea un recorrido por la trayectoria creativa de Miró, a través del concepto de “tierra”, que hay que relacionar, por una parte, con su estrecha vinculación a sus raíces catalanas, y por otra, con los valores propios de su entorno rural originario (fertilidad, sexualidad, fábula, desmesura). Al pasear por los pasillos de esta exposición, me di cuenta de que efectivamente, tal y como indicaba uno de los paneles informativos de la pared, la influencia del arte primitivo y de la pintura japonesa fueron fundamentales a la hora de confeccionar su estilo precursor del expresionismo abstracto. A la salida de esta exposición temporal, inicié mi recorrido por la colección permanente, que hay que ver de arriba abajo, es decir, primero la segunda planta, que abarca desde el arte gótico hasta el barroco holandés y la pintura italiana del siglo XVIII, y después la primera planta y la baja, que contiene más pintura de los siglos XVII y XVIII, y conecta después con el impresionismo, el expresionismo y las vanguardias hasta el surrealismo y el pop art. Como siempre pasa con estos museos tan grandes, al principio uno piensa que puede detenerse en cada cuadro para apreciar hasta el más mínimo detalle, pero poco a poco va acumulando cansancio hasta que acaba deambulando por las salas del museo como si fuera un fantasma. A grandes rasgos, a mí me ocurrió algo parecido a esto, porque me paré demasiado en las pinturas medievales, disfrutando de sus misteriosos detalles, y cuando llegué a los impresionistas ya no veía nada. De todas formas, las pinturas del museo que a mí más me interesaron y a las que más atención dediqué fueron las correspondientes a paisajes y escenas populares y de género holandesas del siglo XVII. Cuadros de Emanuel de Witte (como el que representa el interior de la iglesia de Nieuwe Kerk en 1658), de Adriaen van Ostade (y sus Campesinos bebiendo y fumando en una taberna), de Jan Steen (con más escenas de taberna), de Jacobus Vrel (el Interior con mujer sentada junto al hogar es un verdadero documento gráfico sobre las casas y mobiliario holandeses de la época), o Pieter de Hooch (y su Interior con dos mujeres y un hombre bebiendo y comiendo ostras, que mostrarían, como contrapunto a las obras de campesinos, el modo de vida de las clases acomodadas) son los que más atención recibieron por mi parte. A la salida de este espléndido museo, pasé por la tienda y me compré un enorme catálogo que costaba unos 50 euros, y que recoge las obras que Carmen Thyssen donó al museo cuando se culminaron las reformas de Moneo. Después salí agotado de tanto arte, y me acerqué al Jardín Botánico, que se encuentra en el mismo Paseo, junto al Museo del Prado.




A la entrada, la chica de la taquilla me dio un mapa del Jardín, ya que es bastante grande y, aunque es difícil perderse, conviene saber que hay muchos rincones que a primera vista no se ven. Antes de empezar a pasear, una chica que también viajaba sola me pidió que le hiciese una foto, pero me extrañó tremendamente el hecho de que ella sólo quisiera salir junto a un enorme panel de cartón en el que se informaba de las diversas plantas que había en el sitio. Miré a mi alrededor y pensé que, estando rodeados de árboles y plantas impresionantes, hacerse una foto con un anuncio resultaba algo cómico. Después proseguí, y empecé a pasear tranquilamente entre los parterres y bosquecillos, fijándome en algunas especies muy extrañas, que procedían de diversas partes del mundo, y que además estaban rodeadas de insectos de colores. Me extrañó muchísimo no empezar a estornudar alocadamente, como es normal en mí al estar rodeado de vegetación, pero el caso es que en esa ocasión me libré y pude disfrutar de la tarde. Una de las cosas que más me gustó de ese sitio era la tranquilidad y la calma que reinaba, pues al contrario de lo que imaginé, no había ningún turista, y las únicas personas que estaban dentro eran aquellos que están dispuestos a pagar un euro por sentarse un rato a solas y en plena naturaleza. Llegué por casualidad al invernadero, y tuve la sensación de estar colándome en un sitio prohibido, porque en general está un poco descuidado, y en ese momento no había nadie. Dentro había mucha humedad y un calor asfixiante, así que en un momento me empapé de sudor, aunque mereció la pena, porque vi plantas que ni siquiera hubiera podido imaginar. Un rato después, cuando empezó a oscurecer y se hizo la hora de cenar, decidí marcharme a la cafetería del hotel, pero cuando ya me acercaba a la puerta principal, un gato negro se me cruzó por delante, y agradecí no ser supersticioso. Justo en el momento en el que iba a atravesar la puerta de salida, el mismo gato se me volvió a cruzar, pero en esta ocasión lo hizo con un paso muy solemne, para pararse delante mío, mirarme con sus brillantes ojos, y después seguir con su camino. No supe entonces qué pensar.

La cena no pudo ser más simple, un bocadillo de calamares, pero estaba muy bueno. Mientras miraba por la ventana de la cafetería a la gente que paseaba por fuera, decidí acercarme a la Gran Vía y recorrerla antes de subir a la habitación. Y así lo hice. Aunque era un martes, se veía muy buen ambiente, y la sensación que tuve en ese momento era la de no estar perdiéndome nada importante, porque estaba en el sitio en el que ocurre todo. Por supuesto, cuando se pasea por un sitio así, se ven cosas de todo tipo, espectaculares y vulgares, grandiosas y mezquinas; y con las personas pasa lo mismo, pues tan pronto se observa lo mejor que da la raza humana, como lo peor y lo más despreciable. Pero no dejó de resultarme curioso. Cuando me cansé de pasear, di media vuelta y volví por la otra acera, analizando todo aquello que se me ponía por delante. Cuando llegué a la fuente de la Cibeles, el destino quiso que me equivocara de dirección, y en lugar de continuar por el Paseo del Prado para llegar al hotel, torcí por el Paseo de Recoletos (que como es una continuación de la anterior, son muy similares). Así permanecí durante un buen rato, andando en dirección contraria, esperando ver mi hotel pero sin conseguirlo. Tras pasar la terraza de un restaurante de lujo en el que un pianista tocaba la canción de Casablanca, vi de repente a Millán Salcedo paseando tranquilamente. No pude creerlo, el cómico de Martes y Trece se me cruzó pasada la medianoche por el Paseo de Recoletos vestido con pantalón corto de chándal, zapatillas deportivas y una camiseta de la selección italiana de fútbol. El showman de la empanadilla de Móstoles era el tipo más corriente del mundo, y cuando nuestras miradas se cruzaron en mitad de aquel paseo arbolado nocturno, sentí una extraña sensación de tristeza. Dos o tres minutos después, me extrañé seriamente al ver que no llegaba al hotel, así que saqué el mapa y por fin me di cuenta de que llevaba un buen rato caminando en dirección contraria. De regreso, volví a ver a Encarna de noche, pero esta vez sentado en un banco, con las piernas estiradas y las manos cruzadas tras la nuca. Su mirada se proyectaba al cielo.

Por fin llegué al hotel, casi muerto, pero sano y salvo. Aproveché un rato para escribir mi diario de viajero y me metí en la cama rápidamente para poder descansar antes de que llegara la siguiente mañana, porque a las 9 me esperaban en el Palacio Real.