21 junio 2008

Edfú



Cuando ya había caído la noche, pudimos ver desde la cubierta las luces de Edfú acercándose a nosotros. Al atrancar en el puerto, dos camareros salieron corriendo para colocar una rampa metálica que debía unirnos con la orilla. Empezaba el espectáculo.


No había puesto un pie en tierra cuando noté, sin ver nada todavía, que allí todos nos estaban esperando. Los policías de la salida del puerto nos sonreían al pasar, pero no era un gesto sincero, supe con certeza que para ellos era pura rutina. Y justo detrás de ellos, una veintena de niños se empujaban ansiosos por acercarse a nosotros. Todos nos mirábamos sin saber muy bien cómo reaccionar, aunque nuestro guía, Ahmed, ya nos había advertido de que no debíamos darles nada. Aún así, para todos nosotros fue muy difícil no comprarles ninguna de esas pulseras que casi nos metían en los bolsillos, y yo me esforzaba en recordar las palabras de Ahmed: "Si les dais dinero, no querrán estudiar nunca". Esa noche no llegué a estar cómodo en ningún momento. Edfú estaba diseñada para molestarme, en realidad era un sitio espantoso. Parecía como si sólo se nos estuviera permitido andar por la calle principal, y aún así esta se nos aparecía como un misterioso camino que no llevaba a ninguna parte. A un lado se alineaban los pobres edificios, derruidos la mayoría, pero todos con sus tiendas abiertas. Entre tantas telas de colores era imposible ver nada, y los tubos de neón cegaban a la vista. Afuera, las motos también hacían acto de presencia, y no hacía falta verlas para detestarlas, pues el ruido de sus motores, el apestoso olor a gasolina y la polvareda que saltaba del suelo de tierra, hacían a ese sitio todavía más odioso. También "cadeshas", o carros tirados por caballos, se dirigían apresurados de un lado a otro de la calle, saliendo y adentrándose de nuevo en esa oscuridad que nos rodeaba. Un niño empezaba ya a tirarme del pantalón para que le hiciera caso, y decidí que no quería estar más tiempo en ese sitio.


Propuse a unos amigos comenzar a andar por esa calle para ver qué nos encontrábamos, y enseguida se nos unió un buen número de personas. En total seríamos unos diez, con lo que prácticamente toda la infancia del lugar se decidió a seguirnos allá a donde fuéramos. "Somos un plato suculento para los chavales, piensan que les compraremos todas sus mierdas", me dijo un amigo, y yo reí. Aquellos niños supieron perfectamente que éramos españoles nada más vernos, pero yo no llegué a saber cómo lo habían adivinado. Y aún quedé más sorprendido cuando les vi dirigirse a nosotros con frases como "¡Más barato que Carrefour!", y otras cosas por el estilo. Algunos de ellos no tendrían más de cuatro años, y ya trabajaban de lo mismo que sus padres. De repente, al vernos pasar, una mujer sentada en una silla de plástico en la entrada de una tienda, cogió a su hijo pequeño y se acercó rápidamente para pedirnos dinero. Yo pensaba entonces que era todo mentira, que eso mismo lo hacían todos los días, que en realidad era su empleo. "Tienen la cara llena –nos había dicho Ahmed en alguna ocasión-, no pasan hambre". Pero joder, si vivieran bien no tendrían que humillarse de esa manera. De todos modos, yo sabía perfectamente que si sacaba la cartera tendría que acabar regalando todo mi dinero, así que aparté la vista, me limpié el sudor de la frente con un pañuelo, y me puse a hablar con uno de mis amigos.


A los pocos minutos de paseo, las luces de neón acabaron desapareciendo, y me di cuenta de que más allá de donde nos encontrábamos, nadie nos esperaba. Algunos del grupo quisieron volver entonces, pero yo no pensaba dar un paso atrás cuando por fin ese sitio se ponía interesante. Por no querer dividirse, los que querían volver a las tiendas se quedaron, y continuamos nuestro paseo, ahora sí, en la penumbra. Oíamos ruidos de motor, y a los pocos segundos veíamos aparecer una moto acercándose hacia nosotros a gran velocidad. Al esquivarnos y pasar rozándonos, el motorista levantaba la mano y nos gritaba "¡Olé Barsa!" o "¡Pantoja!". Un poco más y los niños empezaron a volverse hacia las tiendas, todos menos uno, que insistía e insistía en vendernos sus pulseras. Y cuando vio que ni con sus insistencias podía vendernos nada, cambió de táctica, pasándose entonces la mano por la tripa como queriéndonos hacer ver que tenía hambre. "Míralo que cabrón el crío. Se las saben todas", dijo entonces una de mis compañeras, y a mí me resultó muy difícil afrontar esa situación. El camino marcado por las farolas llegó a su fin cuando un grupo de edificios desplomados en el suelo se levantaba ante nosotros como un gran muro, atravesando todo el ancho de la calle. Pero vi que en realidad era muy fácil cruzarlo, y empecé a subir por los escombros para pasar al otro lado. Cuando ya estaba arriba, alguien me preguntó desde abajo, "¿Pero qué haces?", y yo esperé a que mis tres incondicionales se pusieran a mi altura para responder, "Dar un paseo".


Pese a las protestas de algunos, finalmente acabamos todos pasando al otro lado, así que continuamos calle abajo. En ese tramo estaba todo derruido, y la ciudad no parecía en realidad otra cosa que un pobre espacio desfigurado. Permanecimos unos minutos más avanzando sin rumbo fijo, sorteando los enormes trozos de piedra, ladrillo y hormigón que se esparcían por el camino, hasta que en mitad de esa nada, nos topamos con una especie de control policial. En realidad, tal control no era otra cosa que dos hombres con metralletas sentados en el suelo hablando, que no nos prestaron demasiada atención. Sin embargo, a mí me inquietó bastante tener que pasar por delante de esos cañones, que se balanceaban en una dirección y en otra, al ritmo de la conversación de sus dueños. Decidimos entre todos torcer por la siguiente esquina y volver hacia el barco por la calle paralela. Y así permanecimos, caminando algo más, hasta que ante nosotros surgió de las sombras un gran cartel sostenido por una estructura metálica oxidada. Se podía adivinar una fotografía del templo, ya azulada por el impacto del sol, y una flecha que indicaba la dirección y la distancia de mil quinientos metros. Ni se me ocurrió proponer al grupo una visita nocturna al templo de Edfú, aunque seguramente hubiera sido una experiencia inolvidable. El silencio se rompió entonces súbitamente, desviando nuestra atención, cuando empezó la hora del rezo, y escuchamos los cantos por megafonía que venían de alguna parte. Ese sonido metalizado recorrió todo mi cuerpo provocándome un escalofrío, y pensé que ya era la hora de volver. Pero al torcer todos hacia la izquierda para regresar, el niño que nos acompañaba se colocó delante de nosotros impidiéndonos el paso, y comenzó a agitar sus brazos al tiempo que decía, "Por ahí no. Ahí no".


Las advertencias del niño me motivaron todavía más a seguir en esa dirección, y todos estuvimos de acuerdo en continuar, nadie quería volver por donde habíamos venido. El chaval nos abandonó entonces, y corrió hacia las sombras hasta que desapareció de nuestras vistas, pero nosotros seguimos con nuestra ruta. La calle que habíamos tomado se componía únicamente por dos muros de piedra colocados paralelamente, y estaba iluminada tan sólo por una barra de neón azul que colgaba de un tubo que salía de la pared justo en la mitad del corredor. El sonido de la megafonía no cesaba. Por suerte éramos diez personas, así que ese lúgubre pasillo no nos resultó entonces tan terrible; incluso teníamos ánimos para conversar animadamente y reírnos. Cuando llegamos al final, vimos que tras ese patético escenario que habíamos atravesado, se escondía por fin algo parecido a una ciudad. Dos personas cruzaron una entrada de reja, y decidimos seguirles para ver qué había. Nos encontramos entonces con un tranquilo parque, muy pequeño, e iluminado con unas bonitas farolas de cristales amarillos. Ese sitio nos pareció a todos como un oasis en mitad del desierto, así que decidimos dar una pequeña vuelta antes de retomar el regreso. A nuestro paso, tres mujeres que estaban sentadas en la hierba bajo un árbol nos siguieron con la mirada, mientras fumaban de una "sisha". Envueltas en el denso humo de la pipa, y tapadas de arriba a abajo con sus coloridas telas, tan sólo nos enseñaban sus inexpresivas miradas. Éramos intrusos. El sonido del rezo se hacía cada vez más fuerte, y al final del camino, tras unas palmeras doradas, llegamos al minarete de donde salía la monótona música. La torre estaba totalmente cubierta por tubos de neón de color verde, lo que hacía que todo su entorno, incluso el cielo, se manchara de ese tono. Y arriba, los tres altavoces. Ya nos podíamos marchar.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Parecería el relato de un antiguo viajero si no fuera por los niños gritando "Barsa" y "Pantoja". Por cierto,¿las mujeres del parque que eran prostitutas? Lo digo por el miedo del niño y su advertencia...

Alfonso White dijo...

El niño no quería que fuéramos por dentro de la ciudad porque ese era su mundo, y no el nuestro. Las mujeres nos observaron porque violamos su espacio. Nosotros deberíamos haber estado en ese momento comprando telas y figuritas, no paseando por un tranquilo parque.

Anabel Rodríguez dijo...

La entrada y tu comentario me llevan a pensar que no está del todo mal salirse del camino trazado por los guías oficiales, al menos, de vez en cuando.
Felicidades por este blog, nuevecito y reluciente, con permiso me pasaré a viajar por él de vez en cuando. ¿El templo al que te refieres es el de Horus?. Estoy buscando en la red.
Saludos Mr. White

Anónimo dijo...

Me ha encantado este viaje, Alfonso. No me ha resultado nada difícil imagina todo lo que contabas, ha sido genial. Tengo muchísimas ganas de hacer un viaje como éste... y notar esa incomodidad del principio, que además es el trozo que más me ha gustado.

Me guardo esta frase: "Si les dais dinero, no querrán estudiar nunca".

Me alegro de verte por aquí, Mr. White. Un abrazo.

Alfonso White dijo...

Gracias por vuestros comentarios. Anab, el templo de Edfú sí que está dedicado a Horus, y es famoso porque es el mejor conservado de Egipto. Para ir hasta él, nos llevaron en una de esas "cadeshas", y eso fue otra aventura.
Fusa, ves que Egipto no sólo es las pirámides. Seguro que te encantaría. Tienes que conocerlo.

Saludos.

Anónimo dijo...

He seguido muy atenta tu paseo.
Somos turistas y no lo podemos negar.Viajamos por placer. Ellos lo saben.
Un saludo