12 febrero 2009

Los preparativos del viaje


Tan sólo faltan un par de semanas para que un amigo y yo hagamos un nuevo viaje. Ahora es el momento de empezar a pensar en todo aquello que pueda hacernos falta. El billete de avión ya lo tenemos, pero aún hay que preparar el saco de dormir y la esterilla, seleccionar la ropa que podamos necesitar allí (no debo olvidarme del chubasquero), pensar en el dinero que nos llevaremos, e informarnos bien sobre los sitios que visitaremos (quizás un día de estos me compre una buena guía -cosa que tengo por costumbre-). Y ya está. Sólo queda pasarlo bien. En esta ocasión voy a transcribir un fragmento de El viaje de los argonautas, para asombrarme yo mismo de lo mucho que ha debido cambiar a lo largo del tiempo el sentido de algunas palabras como "viaje" o "aventura".


"Apilaron sus vestidos en tropel sobre la lisa superficie de una roca, a la que no alcanzaba el mar con sus olas, y que desde antaño el oleaje marino había pulido. En primer lugar ciñeron la nave fuertemente con vigorosos cables, según las instrucciones de Argos, y los tensaron por dentro desde ambos costados, para que los maderos se mantuvieran bien ensamblados en sus junturas y resistieran el embate de las olas. Trazaron un surco bajo la proa hacia el mar, de la anchura y largo en el que la nave iba a avanzar empujada por sus manos, y a medida que avanzaba, lo excavaban más profundo bajo la carena. En el surco colocaron los pulidos rodillos; empujaban la nave inclinando la proa hacia abajo sobre los rodillos delanteros, de modo que avanzara deslizándose sobre ellos. Luego, por arriba, colocaron los remos a ambos lados de modo que sobresaliera un codo del mango, y los ataron a los escálamos. Junto a aquéllos se distribuyeron en ambos costados y se aplicaron a empujar con el pecho y las manos. Luego subió Tifis, para enseñar a los jóvenes a empujar a compás. Daba las órdenes con grandes voces; y ellos, inclinándose, con toda la fuerza impulsaron la nave a un grito de marcha, con impetuosidad, desde sus puestos, mientras se esforzaban con los pies, hincándolos para el arrastre. La Argo del Pelión se movió muy rápida, y de uno y otro costado ellos daban gritos de júbilo al avanzar. Bajo la quilla rechinaban los fuertes rodillos con el peso, y de ellos salía un vapor oscuro por el roce. Se deslizó la nave hasta el mar. Entonces la retuvieron con cuerdas en su avance. Y por ambos lados sujetaban los remos a los escálamos, y dispusieron el mástil, las velas bien tejidas y los víveres."
"Después, recogiendo guijarros de la orilla, construyeron allí mismo un templo en la costa a Apolo Actio y Embasio (costero y protector de la marcha), según su sobrenombre. Pronto lo cubrieron por encima con troncos secos de olivo. Mientras tanto habían llegado desde el rebaño los boyeros del Esónida trayendo los dos toros. Los mantenían junto al altar los más jóvenes de los compañeros, y los otros al punto preparaban el agua lustral y los granos de cebada rituales. Entonces Jasón rogaba invocando al dios de sus padres, a Apolo: "¡Óyeme, soberano, que habitas Págasas y la ciudad de Esón, epónima de mi padre, que me prometiste, cuando consulté tu oráculo, indicarme el fin y los términos de mi ruta, pues tú mismo fuiste el promotor de estas empresas! Guía tú desde ahora esta nave con mis compañeros sanos y salvos hacia allá, y luego de regreso a Grecia. A ti después, cuando con tu ayuda regresemos, de nuevo en este altar te ofreceremos brillantes sacrificios de toros, y otros en Delfos, y otros infinitos presentes conduciré a Ortigia. Ahora, ¡Venga!, acéptanos también este sacrificio, que como peaje de esta nave y primera acción de gracias te presentamos. ¡Ojalá, soberano, desate las amarras por tu benevolencia, con buena fortuna! Y ojalá nos sople un viento suave, con el que vayamos en calma, a través del mar!"
Dijo, y al mismo tiempo arrojó los granos de cebada. Se dispusieron a aprestar los bueyes los dos, el soberbio Anceo y Heracles. Entonces éste le golpeó con su maza en medio de la cabeza, junto a la frente, y el toro cayendo de golpe quedó tendido en tierra. Anceo, golpeando al otro con el hacha de bronce en su amplio cuello, le cortó los robustos tendones y el toro se derrumbó vacilante sobre sus dos cuernos. Sus compañeros lo degollaron rápidamente y desollaron sus pieles. Los cortaron, repartieron y separaron los muslos consagrados. Y cubriendo todas estas partes de grasa, con cuidado las echaban al fuego, sobre los leños. Jasón vertía las libaciones de vino puro. Se alegraba Idmón al contemplar la llama que brillaba por todas partes de los sacrificios y el humo agorero de ésta, que se levantaba en purpúreos remolinos".
"Ya cuando el sol pasa de largo el pleno día, y empiezan a ensombrecerse los campos al pie de los montes, y mientras el sol declina hacia la sombra del atardecer, en aquel momento, después de derramar cada uno una espesa capa de hojarasca frente a la espumosa orilla, se acostaron uno tras otro. Junto a ellos estaba dispuesta muchísima comida y dulce hidromiel, que sacaban de las tinajas con sus copas. Después, por turnos, se contaban entre sí las cosas con que los jóvenes en el banquete y tras el vino acostumbran a recrearse, cuando está ausente la alocada violencia".

El viaje de los argonautas, Apolonio de Rodas

28 enero 2009

El sentido de las cosas


Tradicionalmente se ha pensado, y con mucha razón, que la cultura nace siempre de los cambios y permanencias sucedidos en la ideología de las sociedades, es decir, que los giros ocurridos en el código mental de las personas, al expandirse y consolidarse, generan lo que llamamos rasgos culturales. Por lo tanto, los objetos, las “cosas” que fabrican las sociedades no son en realidad nada más que la consecuencia de su propia evolución cultural. Solamente cuando un grupo humano ha realizado una transformación ideológica determinada, es capaz de crear los utensilios que sirvan a su forma de pensar. Es por eso que a partir de los objetos que genera una cultura, puede llegarse a conocer el código moral que la distingue (he ahí el sentido de la Arqueología, que estudia el pasado dando marcha atrás al curso natural de los acontecimientos: de cultura material a ideología, y no de la forma inversa, originaria).

A lo largo de una interesante conversación que mantuvimos el otro día una chica y yo en una cafetería cercana al conservatorio de música, salieron temas de este estilo. Hablábamos de las diferencias evidentes que existen entre el comportamiento de las personas orientales y occidentales, y de cuáles son los posibles destinos de la variedad cultural, basándonos en la situación actual del mundo. Cuando de los grandes temas íbamos pasando a cosas más pequeñas, como las diferencias en el gusto de los objetos, o los diferentes patrones que de la belleza se tienen en diversas partes del planeta, ella me recomendó un libro que podría interesarme. Más tarde, antes de separarnos en la puerta de su casa, subió un momento a por el libro y me lo dio, El elogio de la sombra, de Tanizaki. Comencé a leerlo en mi casa muy interesado, y pronto advertí que todas esas reflexiones que he expuesto en el párrafo anterior, tienen otra forma posible de interpretación. No había pensado yo en la importancia simbólica que un objeto puede tener para una sociedad una vez que se ha creado. Más claramente, ¿es que el objeto en sí no puede actuar también como agente ideológico en una cultura? De la misma forma que unos procesos ideológicos derivaron en la creación de las cosas, ¿hasta qué punto esas cosas generan asimismo una nueva ideología? En un mundo tan globalizado como en el que vivimos, donde la conexión entre las personas es inmediata y constante, no es raro que surgiese un fenómeno como el de los teléfonos móviles. Sin embargo, una vez inventados y expandidos por todo el globo, los teléfonos han creado en nuestras sociedades nuevas necesidades que antes no existían, nuestra cultura ha cambiado por el objeto.


"He publicado hace poco en los Bungei-Shunju un artículo en el que comparaba la estilográfica y el pincel; pues bien, supongamos que el inventor de la estilográfica hubiera sido un japonés o un chino de otra época. Es evidente que no habría dotado a su punta de una plumilla metálica sino de un pincel. Y que lo que habría intentado que bajara del depósito hasta las cerdas del pincel no sería tinta azul sino algún tipo de líquido parecido a la tinta china. Por lo tanto, como los papeles de tipo occidental no sirven para el uso del pincel, para responder a la creciente demanda se tendría que producir una cantidad industrial de papel análogo al papel japonés, una especie de hansi mejorado, y si el papel, la tinta china y el pincel hubieran seguido este desarrollo, la pluma metálica y la tinta occidental nunca habrían conocido su auge actual, los partidarios de los caracteres latinos no habrían tenido ningún eco y los ideogramas o los kana habrían gozado de un unánime y poderoso favor. Pero esto no es todo: nuestro pensamiento y nuestra propia literatura no habrían imitado tan servilmente a Occidente y ¿quién sabe? probablemente nos habríamos encaminado hacia un mundo nuevo completamente original. Con esta disgresión he querido mostrar que la forma de un instrumento aparentemente insignificante puede tener repercusiones infinitas".

Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra

21 diciembre 2008

El tamaño de la naturaleza humana


El otro día recibí un regalo que me hizo mucha ilusión, Los viajes de Gulliver. De inmediato comencé a leerlo, y me sorprendí al comprobar que este librito es mucho más que un cuento infantil. No diré demasiado porque no me gustaría desvelar más de la cuenta, pero sí que quiero transcribir aquí un fragmento que me hizo pensar. Cuando Gulliver llega tras mil aventuras y peligros al Palacio Real de Brobdingnag (el reino de los gigantes), y se sienta a comer frente al monstruoso príncipe, se dice lo siguiente:

"A este príncipe le encantaba conversar conmigo, preguntándome sobre las costumbres, religión, leyes, gobierno y cultura de Europa, de las cuales yo le daba las mejores explicaciones a mi alcance. Su perspicacia era tan clara y su juicio tan exacto que hacía sabias reflexiones y observaciones sobre todo lo que decía. Pero debo confesar que, tras haberme excedido un tanto hablando de mi amado país, de nuestro comercio y nuestras guerras por tierra y por mar, de nuestros cismas religiosos y de nuestros partidos políticos, los prejuicios de su educación pesaron tanto en él que no pudo evitar cogerme con la mano derecha y, acariciándome suavemente con la otra, después de haberse reído lo suyo, preguntarme si yo era whig o tory. A continuación, volviéndose a su primer ministro, que estaba detrás de él con un bastón blanco, casi tan alto como el palo mayor del barco insignia regio, señaló cuán despreciables eran las grandezas humanas que podían ser imitadas por un insecto tan diminuto como yo; y sin embargo añadió: "Me atrevería a afirmar que estas gentes poseen títulos y distinciones honorables, idean nidos y madrigueras que denominan casas y ciudades, se preocupan del vestido y los carruajes, y que aman, luchan, ríen, engañan y traicionan". Y así continuó mientras mi rostro enrojecía y palidecía de indignación al escuchar cómo nuestra noble nación, señora de las artes y las armas, azote de Francia, árbitro de Europa, sede de la virtud, la piedad, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo, era tratada con tanto desprecio".

Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver

28 noviembre 2008

Con manto de estrellas


Hermosa compostura
de esa varia inferior arquitectura,
que entre sombras y lejos
a esta celeste usurpas los reflejos,
cuando con flores bellas el número compite a sus estrellas,
siendo con resplandores
humano cielo de caducas flores.
Campaña de elementos,
con montes, rayos, piélagos y vientos:
con vientos, donde graves
te surcan los bajeles de las aves;
con piélagos y mares donde a veces
te vuelan las escuadras de los peces;
con rayos donde ciego
te ilumina la cólera del fuego;
con montes donde dueños absolutos
te pasean los hombres y los brutos:
siendo, en continua guerra,
monstruo de fuego y aire, de agua y tierra.
Tú, que siempre diverso,
la fábrica feliz del Universo
eres, primer prodigio sin segundo,
y por llamarte de una vez, tú, el Mundo,
que naces como el Fénix y en su fama
de tus mismas cenizas.

Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo

05 noviembre 2008

El tiempo del mundo


Cuando hace unos meses realicé junto con mis compañeros de clase un viaje a Egipto, observé que allí la gente vivía a un ritmo diferente al nuestro. Andando por las calles de pueblos y ciudades, o simplemente mirando a través de las ventanas del autobús, resultó que las personas que aparecían ante mis ojos actuaban careciendo siempre de cualquier idea de “velocidad”. Allí, los términos de “lento” y “rápido”, seguramente no tenían ningún sentido, porque allí, sencillamente las cosas se hacían o se dejaban de hacer. Por ello, nunca me extrañó ver a la gente sentada en el suelo de las aceras o de los campos a cualquier hora del día, en compañía de alguien o solos, de una edad o de otra, simplemente mirando a ninguna parte. ¿Es que esas personas no tenían otra cosa que hacer un martes a las once de la mañana que estar sentados en el suelo con la mente totalmente inactiva? En Marrakech, donde hace muy poco estuve, pude comprobar que allí pasaba exactamente lo mismo, parecía que en esa ciudad las personas no tenían ningún aprecio por el tiempo. Además, en esta ocasión, al viajar solo y no depender de ningún itinerario impuesto por nadie (excepto el mío propio), me dejé llevar por ese hipnótico y desesperante ritmo, tan pesado como su clima o su olor. Así puede entenderse que yo, que tantas ganas tenía por destrozarme los pies andando ininterrumpidamente, dejase pasar las horas en la terraza de una cafetería degustando un té de menta. Y no sé muy bien si porque yo voy buscando este tipo de cosas o porque son estas cosas las que se acercan a mí, hoy ha caído en mis manos un libro de Ryszard Kapuscinski , en el que este hombre narra en primera persona su peculiar experiencia con el tiempo africano.


"Basta con aparecer en la plaza en que se amontonan decenas de autobuses para que nos rodee un enjambre de niños, gritando a cual más fuerte, la pregunta de adónde queremos ir: ¿a Kumasi, a Takoradi o a Tamale?
-A Kumasi.
Los que pescan a los pasajeros que van a Kumasi nos dan la mano y, saltando de alegría, nos conducen al autobús adecuado. Están contentos porque, por el hecho de haber encontrado pasajeros, recibirán del conductor una naranja o un plátano.
Nos subimos al autobús y ocupamos los asientos. En este momento puede producirse una colisión entre dos culturas, un choque, un conflicto. Esto sucederá si el pasajero es un forastero que no conoce África. Alguien así empezará a removerse en el asiento, a mirar en todas direcciones y a preguntar: "¿Cuándo arrancará el autobús?" "¿Cómo que cuándo?". le contestará, asombrado, el conductor, "cuando se reúna tanta gente que lo llene del todo".
El europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes también son distintas. Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineales. Según Newton, el tiempo es absoluto: "Absoluto, real y matemático, el tiempo transcurre por sí mismo y, gracias a su naturaleza, transcurre uniforme; y no en función de alguna cosa exterior". El europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes, sus encorsetados principios y reglas. Tiene que respetar plazos, fechas, días y horas. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo; no puede existir fuera de ellos. Y ellos le imponen su rigor, sus normas y exigencias. Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, conflicto que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila.
Los hombres del lugar, los africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. Para ellos, el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica, subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la horma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso (por supuesto, sólo aquel que obra con el visto bueno de los antepasados y los dioses). El tiempo, incluso, es algo que el hombre puede crear, pues, por ejemplo, la existencia del tiempo se manifiesta a través de los acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre."

Ryszard Kapuscinski, Ébano

25 octubre 2008

Un té desde el Café de la France


Paré de caminar frente al café de la France, ya cansado, y decidí tomar allí un té a la menta. Cuando me dirigí a la puerta avanzando entre las mesas de la calle, uno de los camareros, mayor como todos, y vestido con un impecable traje negro, me indicó con la mano el lugar en el que se encontraban las escaleras para subir a la planta de arriba. En el interior del café no había nadie, tan sólo un chico joven sentado en un sillón rojo al fondo de la enorme sala, con la mirada perdida, y que ni siquiera se percató de mi presencia. Totalmente inactivo, supuse que simplemente estaba dejando pasar el tiempo, algo a lo que esta ciudad arrastra a mucha gente de forma arrolladora. El ventilador del techo, girando a un ritmo lento pero constante, se veía reflejado en el reluciente mármol de las mesas y en los cristales de las fotografías que colgaban de la pared, dando la impresión de que todo ese sitio se movía al compás de la música que venía del exterior. Ni siquiera allí podía estar tranquilo. Atravesando la vacía y vibrante sala, llegué a la puerta que daba a las escaleras, cuando un chico estaba vaciando un gran cubo con agua y jabón desde lo más alto de ellas. Permanecí un momento quieto, y el chico me gritó algo en árabe que no entendí. Después se dio la vuelta, y desapareció, así que subí uno a uno los escalones, a contracorriente. Ya arriba, pude ver cómo toda esa cascada de agua y jabón acababa desembocando en la sala de abajo, corriendo entre las mesas y las sillas hasta llegar a la calle. Por un momento, el fuerte olor del exterior se ocultó tras el suave aroma del jabón, y me sentí liberado. La terraza de arriba estaba llena de gente, casi todos franceses, que allí se sentían como en su casa. El camarero me dirigió a una mesa situada junto a la barandilla, así que pude ver el espectáculo en primera fila. Me senté, pedí un té, y comencé a observar desde lo alto. Al atardecer, era cuando en la Place se reunía un mayor número de personas, todas diferentes, todas en movimiento. Desde mi posición, me parecía estar asistiendo a un gran ballet improvisado, a una enorme obra de arte incapaz de mantenerse un solo momento en la misma posición. Djemaa el-Fna se transformaba segundo a segundo, porque cada figura, cada color o luz, cada olor, mutaba constantemente, adoptando formas sorprendentes y cambiantes. Y sin embargo, su aspecto era el de otra época, el propio de aquellos sitios cuyas tradiciones pesan más que los nuevos vientos. Era el lugar de siempre, era pura contradicción. Justo debajo de mí, un viejo cuentacuentos vestido con su chilaba, un gorrito blanco, unas gafas de sol y unas zapatillas de deporte, daba palmadas y lanzaba los brazos al aire cuando, en algún punto de su historia, se requerían tales gestos. Alrededor, un gran grupo de gente se amontonaba para escuchar lo que la experiencia tenía que enseñarles, y para sentir todo ese dramatismo de lo cotidiano. El camarero llegó para traerme el té, y rellené mi vasito de cristal con la tetera metálica, que estaba ardiendo. Para dar mi primer trago, todavía tendría que esperar un poco. Abajo, los vendedores de zumo de naranja gritaban desde lo alto de sus caravanas a todo aquel que se acercaba para atraer su atención, pero en rara ocasión lograban vender nada. Casi totalmente rodeados de naranjas, lo que sí que conseguían era hacer reír a las chicas que por allí cerca pasaban. Un poco más al fondo de la plaza, un conjunto de motoristas pasaron rápidamente, haciendo sonar sus bocinas y esquivando con verdadera maestría a los turistas. También era muy corriente ver a los caballos tirando de calesas, o a los burros arrastrando enormes carros llenos de alfombras, muebles, vajillas, frascos de especias, vestidos o telas, y dirigiéndose torpemente hacia la oscuridad de los zocos para abastecer a los pequeños comercios. Con el primer sorbo de mi té, observé que el cielo sobre Djemaa el-Fna comenzaba a adquirir un inquietante tono grisáceo, y que el sol desaparecía poco a poco tras la columna de humo que se levantaba por las barbacoas de la plaza, para finalmente ocultarse del todo bajo las fachadas de las casas. El sabor de la infusión era fuerte, intenso, y a decir verdad, refrescante. Era perfecto para ese momento. En la azotea de la casa de enfrente, dos conejos jugaban a perseguirse el uno al otro, sorteando velozmente las antenas parabólicas y ocultándose tras algunos trozos de muro derribados. Y cuando en un momento dado se encendieron los dorados faroles de las fachadas de las tiendas, los dos animales corrieron instantáneamente hacia las sombras. La tienda de lámparas era con diferencia la más espectacular de todas las tiendas de la plaza, pues al oscurecer el cielo, todas sus luces se encendieron, y aquel puesto empezó a brillar con una variadísima gama de colores. Según el tono de los cristales de los faroles, las luces podían ser más cálidas o más frías, azules, rojizas o doradas, amarillas o verdosas. Los adoquines del suelo adoptaron así el color del fuego al reflejar todo ese derroche de luz, y el vendedor, sentado en su silla de mimbre con las piernas cruzadas, se transformó en una figura azulada. Con otro sorbo a mi té, escuché detenidamente el sonido estridente de la flauta del encantador de serpientes, que aunque había estado sonando incesantemente durante todo el día, no llamó hasta entonces mi atención. Sin embargo, cuando ahora paro a pensar en Djemaa el-Fna, soy incapaz de hacerlo si no es con esa odiosa música de fondo. Un hombre sacaba la serpiente de una cesta y se la colgaba del cuello, después bailaba. Y si algún turista se detenía para mirarlo, el encantador corría hacia él con la serpiente, así que casi nadie se acercaba nunca. Muy cerca, y bajo una enorme sombrilla verde, dos mujeres se dedicaban a hacer tatuajes de henna a unas niñas, pero a falta de luz, encendieron una pequeña lámpara de gas. Ya me empezaba a llegar el olor a carne, cocinada a vista de todos en la plaza, y rellené de té mi vaso. El cielo oscureció entonces por completo, y ese momento fue aprovechado para iniciar desde las mezquitas los cantos para la llamada al rezo. Primero en una, sonó la voz entrecortada de su megafonía, y abrió sus puertas. La luz blanca de su interior llegaba a la calle, y poco a poco los hombres iban acercándose, para dejar sus zapatos en el mueble de la entrada, y arrodillarse uno tras otro en el suelo alfombrado. Pronto inició su canto la segunda mezquita de la plaza, y después se unió la tercera, formándose entonces un nudo de sonidos extremadamente misterioso. Sin embargo, este ritual llegó a su apoteosis cuando el adhan sonó desde el alminar de Koutoubia. Mucho más altos que el resto, los rezos cantados por su muecín debían oírse en toda la ciudad. Djemaa el-Fna se transformó de nuevo, cambió de rumbo, se trasladó de sitio. Con esa voz atravesando el cielo, por un instante dejaron de escucharse tambores, flautas y panderetas, con esa voz el humo se hizo más grande y más espeso. Di el último trago a mi té de menta. Veinte dirham encima de la mesa, y estaba listo para bajar a la plaza, para convertirme en un actor más en el teatro eterno. Seguramente era la voz de África, que me llamaba de nuevo.

25 septiembre 2008

Otra visión (según Cervantes)


"Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro (que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima) se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república de solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían.

Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni quien fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta: porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos."


Miguel de Cervantes Saavedra. Don Quijote de la Mancha