25 octubre 2008

Un té desde el Café de la France


Paré de caminar frente al café de la France, ya cansado, y decidí tomar allí un té a la menta. Cuando me dirigí a la puerta avanzando entre las mesas de la calle, uno de los camareros, mayor como todos, y vestido con un impecable traje negro, me indicó con la mano el lugar en el que se encontraban las escaleras para subir a la planta de arriba. En el interior del café no había nadie, tan sólo un chico joven sentado en un sillón rojo al fondo de la enorme sala, con la mirada perdida, y que ni siquiera se percató de mi presencia. Totalmente inactivo, supuse que simplemente estaba dejando pasar el tiempo, algo a lo que esta ciudad arrastra a mucha gente de forma arrolladora. El ventilador del techo, girando a un ritmo lento pero constante, se veía reflejado en el reluciente mármol de las mesas y en los cristales de las fotografías que colgaban de la pared, dando la impresión de que todo ese sitio se movía al compás de la música que venía del exterior. Ni siquiera allí podía estar tranquilo. Atravesando la vacía y vibrante sala, llegué a la puerta que daba a las escaleras, cuando un chico estaba vaciando un gran cubo con agua y jabón desde lo más alto de ellas. Permanecí un momento quieto, y el chico me gritó algo en árabe que no entendí. Después se dio la vuelta, y desapareció, así que subí uno a uno los escalones, a contracorriente. Ya arriba, pude ver cómo toda esa cascada de agua y jabón acababa desembocando en la sala de abajo, corriendo entre las mesas y las sillas hasta llegar a la calle. Por un momento, el fuerte olor del exterior se ocultó tras el suave aroma del jabón, y me sentí liberado. La terraza de arriba estaba llena de gente, casi todos franceses, que allí se sentían como en su casa. El camarero me dirigió a una mesa situada junto a la barandilla, así que pude ver el espectáculo en primera fila. Me senté, pedí un té, y comencé a observar desde lo alto. Al atardecer, era cuando en la Place se reunía un mayor número de personas, todas diferentes, todas en movimiento. Desde mi posición, me parecía estar asistiendo a un gran ballet improvisado, a una enorme obra de arte incapaz de mantenerse un solo momento en la misma posición. Djemaa el-Fna se transformaba segundo a segundo, porque cada figura, cada color o luz, cada olor, mutaba constantemente, adoptando formas sorprendentes y cambiantes. Y sin embargo, su aspecto era el de otra época, el propio de aquellos sitios cuyas tradiciones pesan más que los nuevos vientos. Era el lugar de siempre, era pura contradicción. Justo debajo de mí, un viejo cuentacuentos vestido con su chilaba, un gorrito blanco, unas gafas de sol y unas zapatillas de deporte, daba palmadas y lanzaba los brazos al aire cuando, en algún punto de su historia, se requerían tales gestos. Alrededor, un gran grupo de gente se amontonaba para escuchar lo que la experiencia tenía que enseñarles, y para sentir todo ese dramatismo de lo cotidiano. El camarero llegó para traerme el té, y rellené mi vasito de cristal con la tetera metálica, que estaba ardiendo. Para dar mi primer trago, todavía tendría que esperar un poco. Abajo, los vendedores de zumo de naranja gritaban desde lo alto de sus caravanas a todo aquel que se acercaba para atraer su atención, pero en rara ocasión lograban vender nada. Casi totalmente rodeados de naranjas, lo que sí que conseguían era hacer reír a las chicas que por allí cerca pasaban. Un poco más al fondo de la plaza, un conjunto de motoristas pasaron rápidamente, haciendo sonar sus bocinas y esquivando con verdadera maestría a los turistas. También era muy corriente ver a los caballos tirando de calesas, o a los burros arrastrando enormes carros llenos de alfombras, muebles, vajillas, frascos de especias, vestidos o telas, y dirigiéndose torpemente hacia la oscuridad de los zocos para abastecer a los pequeños comercios. Con el primer sorbo de mi té, observé que el cielo sobre Djemaa el-Fna comenzaba a adquirir un inquietante tono grisáceo, y que el sol desaparecía poco a poco tras la columna de humo que se levantaba por las barbacoas de la plaza, para finalmente ocultarse del todo bajo las fachadas de las casas. El sabor de la infusión era fuerte, intenso, y a decir verdad, refrescante. Era perfecto para ese momento. En la azotea de la casa de enfrente, dos conejos jugaban a perseguirse el uno al otro, sorteando velozmente las antenas parabólicas y ocultándose tras algunos trozos de muro derribados. Y cuando en un momento dado se encendieron los dorados faroles de las fachadas de las tiendas, los dos animales corrieron instantáneamente hacia las sombras. La tienda de lámparas era con diferencia la más espectacular de todas las tiendas de la plaza, pues al oscurecer el cielo, todas sus luces se encendieron, y aquel puesto empezó a brillar con una variadísima gama de colores. Según el tono de los cristales de los faroles, las luces podían ser más cálidas o más frías, azules, rojizas o doradas, amarillas o verdosas. Los adoquines del suelo adoptaron así el color del fuego al reflejar todo ese derroche de luz, y el vendedor, sentado en su silla de mimbre con las piernas cruzadas, se transformó en una figura azulada. Con otro sorbo a mi té, escuché detenidamente el sonido estridente de la flauta del encantador de serpientes, que aunque había estado sonando incesantemente durante todo el día, no llamó hasta entonces mi atención. Sin embargo, cuando ahora paro a pensar en Djemaa el-Fna, soy incapaz de hacerlo si no es con esa odiosa música de fondo. Un hombre sacaba la serpiente de una cesta y se la colgaba del cuello, después bailaba. Y si algún turista se detenía para mirarlo, el encantador corría hacia él con la serpiente, así que casi nadie se acercaba nunca. Muy cerca, y bajo una enorme sombrilla verde, dos mujeres se dedicaban a hacer tatuajes de henna a unas niñas, pero a falta de luz, encendieron una pequeña lámpara de gas. Ya me empezaba a llegar el olor a carne, cocinada a vista de todos en la plaza, y rellené de té mi vaso. El cielo oscureció entonces por completo, y ese momento fue aprovechado para iniciar desde las mezquitas los cantos para la llamada al rezo. Primero en una, sonó la voz entrecortada de su megafonía, y abrió sus puertas. La luz blanca de su interior llegaba a la calle, y poco a poco los hombres iban acercándose, para dejar sus zapatos en el mueble de la entrada, y arrodillarse uno tras otro en el suelo alfombrado. Pronto inició su canto la segunda mezquita de la plaza, y después se unió la tercera, formándose entonces un nudo de sonidos extremadamente misterioso. Sin embargo, este ritual llegó a su apoteosis cuando el adhan sonó desde el alminar de Koutoubia. Mucho más altos que el resto, los rezos cantados por su muecín debían oírse en toda la ciudad. Djemaa el-Fna se transformó de nuevo, cambió de rumbo, se trasladó de sitio. Con esa voz atravesando el cielo, por un instante dejaron de escucharse tambores, flautas y panderetas, con esa voz el humo se hizo más grande y más espeso. Di el último trago a mi té de menta. Veinte dirham encima de la mesa, y estaba listo para bajar a la plaza, para convertirme en un actor más en el teatro eterno. Seguramente era la voz de África, que me llamaba de nuevo.

8 comentarios:

Jobove - Reus dijo...

fantàstico blog felicidades
un abrazo desde Reus

alba dijo...

Todavía recuerdo ese mensaje: Djemaa el-Fna, decía. Nada más. Y nada menos. Porque esas palabras que no entendía pronto cobraron, tan pequeñas ellas en la lisa pantalla del teléfono móvil, un encanto que intuí cargado de misterio. Quien las había escrito bien sabe que el misterio a mí me puede, pero a veces, mucho más la impaciencia. Así descubrí la Place, el corazón de Marrakech, aunque tan sólo fuese a través de palabras, imágenes y algún vídeo chapurrero (ja! me acabo de acordar del encantador de serpientes. ¿aparecía en el vídeo? ¿recuerdo ese sonido? ¿sólo me lo he imaginado?). Ahora, pasados unos meses del hallazgo, con un lugar más al que acudir apuntado en mi cuaderno invisible de los viajes, conozco un poco mejor esa plaza gracias a tus aportaciones de calmo y atento observador (de cada detalle, de todos los todos). Ah, y he aprendido, gracias a ésas, tus cualidades, y que tan bien has reflejado en este texto, que para los misterios, sean cuales sean, también es necesaria tu bendita paciencia. Sólo así se obtiene el lento y hermoso placer de ver caer la tarde para dar paso a la noche.

"No le está bien al sol alcanzar a la luna, ni la noche adelanta al día." (Sura 36, El Corán).

Y esa noche, plagada de aromas, de palabras encadenadas cuyo sonido ya es otro misterio, de músicas de todas partes, de pasos, de encuentros con uno mismo y con la ciudad que late, de curvas serpientes y miradas profundas, de humos, de luces, plegarias y danzas... Ya es tuya, tan bella como fue.

"Dios es bello y ama la belleza. Si no fuera así, no nos hubiera hecho tal como somos y no hubiera creado el mundo tan bello como es" (Harum al-Majzumi - s. XVI)

Y en este reencuentro con citas que tenía olvidadas en folios ya amarillos, gracias a tu viaje y a tu aprendizaje, a todas las imágenes que has evocado, a esos cambios de rumbo, concluiré diciendo que:

"No es preciso que te expreses en voz alta, pues Él conoce lo secreto y lo más recóndito." (Sura 20, El Corán).

Sigue, entonces, susurrándome historias.

Dulces besitos.

Anónimo dijo...

Mira, ese sí que es un sitio al que tengo pendiente ir en un futuro junto con otros lugares.

La gente que conozco que ha ido allí me ha dicho que es un lugar mágico y yo quiero er magia.

Indudablemente, mucho más bonito por la noche que por el día, pero es que la noche tiene ese toque especial.

Aún no he encontrado ningún té que me guste.

gloria dijo...

Cómo invitas al viaje querido Mr. White, "la voz de África". Justo en este momento de mi vida cuando mi mejor amiga se ha marchado a Camerún y mi hermano está a punto de irse a Guinea, y yo me quedo aquí, como huérfana, llena de nostalgia... Ojalá pronto me atreva a emprender mi propio viaje, para que al regreso, tenga en los bolsillos historias tan hermosas como la tuya.
Un abrazo

Lena yau dijo...

Dirham...se pronucia y tintinea...

Excelente crónica. Casi tomé té contigo.

Tienes un blog interesenta, ayer lo estuve mirando, cuando tenga tiempo vendré para ponerme al día.

Mientras lo meti en mi reader para no perder las entradas nuevas.

(Alfonso, gracias, por tu comentario, por tu lectura, por tu visita...palabras y tiempo dedicado que aprecio y valoro).

Un abrazo, White!

Anónimo dijo...

Ay, que te lo tenía que contar... ¡¡ya!! Estaba yo hace unos minutos en el autobús de vuelta a casa, que ya era hora, después de haber movido durante un buen rato el esqueleto (de paso aprovecho para decirte que hoy el esqueleto se ha movido contento :) Ya era hora, también), y mientras yo me entretenía viendo parpadear un semáforo en ámbar (¡qué cosas se piensan viendo parpadear un semáforo!) de repente...

...¡¡¡he escuchado la palabra mágica!!!...

...que no era otra más que...

...¡¡¡Marrakech!!!

He agudizado mi oído y, total, un chico que estaba sentado justo detrás le estaba hablando a otro de su viaje por Marruecos de hacía unas semanas. ¡¡Me he quedado con una para de pan!! Vamos, que os he imaginado ahí a los dos, cruzandoos por la plaza, o tomando un té en diferentes pero cercanas mesas, o comprando e el zoco, o entre las palmeras, o... ¡yo qué sé! Ay, es una tontería, pero tenía que dejar constancia. Casualidades tontas, ¿no?

Buenas noches y dulces sueños.

Anónimo dijo...

¿Sabes? Tu blog tiene gusto a Diario de Explorador, a Crónicas del Otro mundo.
Me confieso adicta, a estos tus relatos de ciudades, ya sean exóticas o de ciudades de España.

Bello relato, dan ganas de viajar hasta allá.

Miss Morpheus dijo...

No he podido evitar visitarte tras leer el comentario que dejaste en el blog de Diego... Y la verdad es que a pesar de la pereza que en un principio me supuso enfrentarme a un texto tan largo, me ha sorprendido la fluidez de tu descripción. Y no solo me he sentido como ese espectador que, parado en un punto, gira la cabeza de uno a otro lado según le va sorprendiendo aquello que le rodea, sino que los sonidos me han ayudado a recrear la historia; leía y escuchaba al mismo tiempo. Una sensación extraña aunque agradable.

Un saludo.

P.D: Y no he publicado nada nuevo, no pretendo ser amable y sé que volveré a pasar por aquí